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sábado, 10 de septiembre de 2011

La mala memoria de las personas mayores podría ser reversible

Un nuevo estudio muestra que las redes neurales del cerebro de las personas de mediana edad y de las ancianas tienen conexiones más débiles y emiten señales menos fuertes que las de los jóvenes. Eso explicaría, en buena parte, por qué las personas mayores suelen tener una mayor tendencia a olvidar cosas, en comparación con las personas jóvenes.

Pero lo realmente asombroso de este estudio es que lo descubierto sugiere que esa memoria debilitada podría corregirse.

A medida que la gente envejece, tiende a olvidar cosas, se distrae con más facilidad y experimenta mayores dificultades con las funciones mentales de tipo ejecutivo.

Desde hace tiempo, se sabe de estas deficiencias asociadas a la edad, pero no se conocía bien la base celular de estas dificultades cognitivas comunes.

En el nuevo estudio, el equipo de Amy Arnsten, profesora de neurobiología y psicología en la Universidad de Yale, Estados Unidos, examinó por primera vez cambios asociados a la edad en la actividad de neuronas en la corteza prefrontal, la región del cerebro responsable de las funciones intelectuales de alto nivel y de las de tipo ejecutivo.

Los resultados de la investigación sugieren que a medida que envejece la corteza prefrontal, aumenta la acumulación excesiva de una molécula de señalización llamada cAMP, la cual puede abrir canales iónicos y debilitar la fuerza con que las neuronas de la corteza prefrontal emiten sus señales.

En los experimentos realizados, los fármacos que inhiben la cAMP, o bien bloquean canales iónicos sensibles a la cAMP, pudieron restaurar, en las neuronas envejecidas, patrones de activación neuronal más similares a los de las neuronas de la gente joven.

lunes, 1 de agosto de 2011

El mecanismo neuronal que hace que los recuerdos asociados al miedo sean tan persistentes

Es bien sabido que el miedo y otras experiencias emocionalmente intensas conducen a recuerdos muy robustos. Recordamos los hechos de esa clase mucho más vívidamente que las experiencias cotidianas, y los neurólogos saben desde hace bastante tiempo que las conexiones entre la amígdala y el hipocampo ayudan a codificar esta información emocional.

Recientemente, el equipo de Daniela Kaufer de la Universidad de California en Berkeley, ha descubierto que el centro emocional del cerebro, la amígdala, induce al hipocampo a producir nuevas neuronas.

En una situación atemorizante, estas nuevas neuronas son activadas por la amígdala y pueden proporcionar un "papel en blanco" en el que los recuerdos de nuevas experiencias de este tipo pueden ser escritos con gran firmeza.

En términos evolutivos, esto significa que las nuevas neuronas probablemente nos ayudarán a recordar, por ejemplo, al león que casi nos mata.

La nueva investigación muestra que la amígdala estimula al hipocampo para producir nuevas neuronas de una única población de células madre neuronales.

Este mecanismo proporciona nuevas células que se activan en respuesta a la entrada de impulsos intensos asociados al miedo.

jueves, 21 de julio de 2011

Dispositivo electrónico para amplificar los recuerdos de largo plazo

Unos ingenieros biomédicos han desarrollado un modo de activar y desactivar recuerdos, mediante un interruptor. Lo han probado ya en ratas, con éxito.

Usando un sistema electrónico que duplica las señales neurales asociadas a la memoria, esos científicos han conseguido reproducir en las ratas la función cerebral que les permite poner en práctica una conducta aprendida, incluso cuando a las ratas se les había administrado un fármaco que bloqueaba buena parte de su memoria.

"Accione el interruptor para conectar, y las ratas recordarán. Acciónelo de nuevo para desconectar, y las ratas olvidarán". Así describe de modo sucinto y claro el sistema, Theodore Berger, de la Universidad del Sur de California.

El equipo de Berger, que incluye a especialistas de la citada universidad y de la de Wake Forest, ha realizado su investigación a partir de avances recientes en el conocimiento del hipocampo, una importante región cerebral implicada en el aprendizaje.

En el experimento, se hizo que las ratas aprendieran a realizar una tarea consistente en presionar una palanca específica, ignorando la otra, para recibir una recompensa. El equipo de investigación registró los cambios en la actividad cerebral de las ratas entre las dos principales divisiones internas del hipocampo, conocidas como las subregiones CA3 y CA1. Ya se sabía, de investigaciones previas, que durante el proceso de aprendizaje, el hipocampo convierte los recuerdos de corto plazo en recuerdos de largo plazo.

Aprovechándose de que las regiones CA3 y CA1 interactúan para crear recuerdos a largo plazo, los investigadores bloquearon las interacciones neurales normales entre las dos áreas usando agentes farmacológicos. Entonces, las ratas previamente entrenadas ya no mostraron la conducta aprendida de largo plazo.

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Esquema del experimento. (Foto: USC Viterbi School of Engineering)
Las ratas seguían mostrando que todavía sabían, en general, presionar las palancas para obtener agua, y que si no obtenían lo que querían con una, debían probar con la otra. Sin embargo, sólo podían recordar si habían presionado la izquierda o la derecha durante un periodo muy corto de tiempo, de 5 a 10 segundos.

Los científicos fueron más allá y desarrollaron un sistema hipocámpico artificial que podía duplicar el patrón de interacción entre las regiones  CA3 y CA1.

La capacidad de memoria a largo plazo regresaba a las ratas que la tenían bloqueada farmacológicamente cuando los investigadores activaban el dispositivo electrónico programado para duplicar la función de codificación de la memoria.

Además, todo apunta a que si se implanta un dispositivo protésico con sus correspondientes electrodos en un animal con un hipocampo funcional normal, el dispositivo podría fortalecer recuerdos más de lo normal, y mejorar la capacidad de memorización del animal, en este caso ratas con su capacidad de recordar no entorpecida por fármacos.

Esta investigación muestra por primera vez que, disponiendo de suficiente información sobre la codificación neural de los recuerdos, una prótesis neural capaz de identificar y manipular en tiempo real el proceso de codificación puede restaurar e incluso mejorar los procesos cognitivos mnemotécnicos.

El próximo paso que el equipo de Berger planea dar es intentar obtener en monos los resultados logrados en las ratas. La meta final es crear prótesis que puedan ayudar a recuperar funciones cerebrales básicas a las personas aquejadas por la enfermedad de Alzheimer, un derrame cerebral o una lesión cerebral.

domingo, 17 de julio de 2011

Internet está cambiando nuestra memoria

Ilustración de un cerebro humano
La "memoria transitiva" explicaría por qué decidimos -en ocasiones- cederle la tarea de recordar a las máquinas.
Las computadoras e internet están cambiando la naturaleza de la memoria humana, de acuerdo con un estudio publicado en la revista Science.
En los experimentos que realizaron, cuando le hacían preguntas difíciles a los participantes estos empezaban a pensar en ordenadores.
Cuando los participantes sabían que podrían ir más tarde a buscar un dato en una computadora, su memoria de las respuestas concretas era pobre pero tenían un mejor recuerdo de dónde encontrarlas.
Los investigadores consideran que internet funciona como una "memoria transitiva", de la que dependemos y que recuerda por nosotros.
La autora principal del trabajo, Betsy Sparrow, de la Universidad de Columbia, Estados Unidos, dijo que la memoria transitiva representa "una idea de que hay fuentes externas de memoria; verdaderos espacios de almacenamiento que existe en otros".
"Hay personas expertas en ciertas cosas y dejamos que lo sean, los hacemos responsables de cierto tipo de información", le explicó a la BBC.
Su coautor, Daniel Wegner, quien ahora está en la Universidad de Harvard, había hablado de la noción de memoria transitiva en un texto llamado "Interdependencia Cognitiva en Relaciones Cercanas", en el que consideraba que en relaciones largas cada miembro de la pareja confía en el otro para que funcione como su banco de recuerdos.
"Realmente creo que internet se ha vuelto una variante de esta memoria transitiva, y es algo que quise verificar", dijo Sparrow.

"Dónde", no "qué"

La primera parte de la investigación consistió en evaluar si los sujetos eran impulsados a pensar en computadoras y en internet al hacerles preguntas difíciles.
Para eso, el equipo utilizó lo que se conoce como test de Stroop modificado.
"No creo que Google nos esté haciendo estúpidos; sólo estamos cambiando el modo en que recordamos las cosas... Si en estos días uno puede encontrar datos en línea aun cuando está caminando por la calle, entonces la habilidad que hay que tener, lo que hay que recordar, es dónde ir a buscar la información. Es igual que con la gente: lo que hay que recordar es a quién ir a preguntarle sobre (un tema específico)"
Betsy Sparrow, autora del estudio
El test de Stroop estándar mide cuánto tarda un participante en leer una palabra de un color si la palabra es el nombre de otro color; por ejemplo, la palabra "verde" impresa en azul.
Los tiempos de reacción se incrementan cuando en vez de pedirles que lean palabras de colores se les pide que lean palabras sobre temas sobre los que podrían ya estar pensando.
De este modo el equipo demostró que tras hacerle preguntas difíciles de verdadero o falso a los participantes los tiempos de reacción para vocablos relacionados con internet eran más largos.
Esto sugeriría que cuando los participantes no sabían la respuesta, ya estaban considerando la opción de buscarla en un ordenador.
En un experimento más revelador le dieron a los participantes una serie de datos. A la mitad le dijeron que los archiven en unas carpetas de computadora, mientras a la otra mitad se les dijo que los datos se borrarían.
Al pedirles que trataran de recordarlos, aquellos a los que les habían dicho que la información ya no estaría disponible respondieron notablemente mejor que los quienes la habían guardado.
Pero quienes esperaban que la información todavía estuviera disponible recordaban muy bien en qué carpetas habían puesto los datos.
"Esto sugiere que cuando sabemos que podemos encontrar algo en línea solemos mantenerlo ahí en términos de memoria, almacenado de forma externa", dijo Sparrow.
Según ella la tendencia de los participantes a recordar la ubicación de la información antes que la información misma no es un signo de que la gente está perdiendo la capacidad de recordar, sino que está organizando grandes cantidades de información de una forma más accesible.
"No creo que Google nos esté haciendo estúpidos; sólo estamos cambiando el modo en que recordamos las cosas... Si en estos días uno puede encontrar datos en línea aun cuando está caminando por la calle, entonces la habilidad que hay que tener, lo que hay que recordar, es dónde ir a buscar la información. Es igual que con la gente: lo que hay que recordar es a quién ir a preguntarle sobre (un tema específico)".

miércoles, 8 de junio de 2011

Ratifican que los recuerdos falsos poseen menor riqueza de detalles sensoriales y de otro tipo

"Decir la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad" es la máxima que rige todo testimonio legal. Pero ¿y si el testigo recuerda algo que en realidad no ocurrió? La memoria es muy voluble, y hay muchos factores que pueden influir en ella, incluyendo el modo en que se hacen las preguntas. A menudo recordamos impresiones generales y no los detalles exactos de un suceso, y usamos sin darnos cuenta esas impresiones para rellenar los vacíos, creando a veces recuerdos de cosas que nunca han ocurrido.

Ahora, unos investigadores de la Universidad de Cornell han descubierto un modo de distinguir entre recuerdos verdaderos y falsos usando métodos que podrían acabar resultando muy útiles en los juzgados.

Cuando se le toma declaración a un testigo, no se suele evaluar debidamente la información proveniente de detalles sensoriales específicos de los recuerdos del sujeto. Según los resultados del nuevo estudio, si esa evaluación se hiciera bien y a fondo, ello podría ayudar a las autoridades a distinguir entre los hechos y la ficción.

El estudio muestra que cuando una persona recuerda algo que realmente sucedió, se acuerda de los detalles con mayor facilidad, con mayor intensidad y con mayor confianza que cuando recuerda algo que no ocurrió.

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Diferenciar entre recuerdos verdaderos y falsos pasa en buena parte por la riqueza de detalles. Los recuerdos falsos son más pobres en detalles que los verdaderos. (Foto: NCYT/JMC)

La investigación la han realizado Valerie Reyna, profesora de Desarrollo Humano en la Universidad de Cornell, Charles Brainerd, profesor de la misma especialidad en esa universidad y además de Derecho, y Tammy Marche de la Universidad de Saskatchewan, Canadá.

lunes, 6 de junio de 2011

El alcohol potencia los recuerdos asociados al placer que produce


Es cierto que el alcohol en grandes cantidades disminuye la habilidad del sujeto para retener recuerdos como dónde dejó aparcado el automóvil ayer o el nombre de la persona junto a la cual ha compartido la borrachera. Pero resulta que potencia, de manera subconsciente, otra clase de recuerdos, claramente nocivos.

Cuando una persona consume alcohol, cocaína u otras drogas, su subconsciente está aprendiendo a consumir una mayor cantidad de la sustancia. Pero el proceso de adicción no reside únicamente en eso. El sujeto se vuelve más receptivo a forjar recuerdos y hábitos subconscientes con respecto a alimentos, música, personas y situaciones sociales que acompañan al consumo del alcohol u otra sustancia adictiva.

En definitiva, beber alcohol impulsa a ciertas áreas de nuestro cerebro a un aprendizaje y una formación de recuerdos que sería mejor haber olvidado. Así lo indican los resultados de un estudio conducido por el neurobiólogo Hitoshi Morikawa, del Centro Waggoner para la Investigación del Alcohol y la Adicción, adscrito a la Universidad de Texas en Austin.

En un sentido importante, sostiene Morikawa, los alcohólicos no son adictos a la experiencia del placer o el alivio que sienten al beber alcohol. Son adictos a la constelación de señales ambientales, conductuales y fisiológicas que son reforzadas cuando el alcohol provoca la liberación de dopamina en el cerebro.

La gente suele pensar en la dopamina como un neurotransmisor de la felicidad, o del placer, pero Morikawa argumenta que es más preciso definirla como un neurotransmisor del aprendizaje, ya que refuerza aquellas sinapsis que están activas cuando se libera la dopamina.


Entre las cosas que aprendemos está que beber alcohol es gratificante. También aprendemos que ir al bar, charlar allí con los amigos, comer determinados alimentos y escuchar ciertas clases de música, es gratificante. Cuanto más a menudo hagamos estas y otras cosas gratificantes mientras bebemos alcohol, y cuanta más dopamina esto libere, más potenciadas estarán las sinapsis implicadas, y más desearemos volver a experimentar el conjunto de experiencias y asociaciones que orbitan alrededor del consumo de alcohol.

Morikawa alberga la esperanza de que, conociendo mejor las bases neurobiológicas de la adicción, será posible desarrollar fármacos antiadicción que puedan debilitar, en vez de fortalecer, las sinapsis más implicadas en una adicción.

lunes, 25 de abril de 2011

El cerebro inventa el tiempo


"La pregunta plantea una cuestión fundamental sobre la conciencia: ¿cuánto de lo que percibimos existe fuera de nosotros y cuánto es producto de nuestra mente? El tiempo es una dimensión como cualquier otra, fijada y definida hasta sus menores incrementos: milenios a microsegundos, siglos a oscilaciones de cuarzo", afirmó Burkhard Bilger, el autor.


Buena traducción de El Puerco Espin del artículo de Burkhard Bilger en la revista New Yorker:


Cuando David Eagleman tenía ocho años, cayó de un techo y siguió cayendo. O así le pareció (…) Desde entonces, Eagleman ha recopilado cientos de historias como la suya, y casi todas comparten la misma característica: en situaciones de vida o muerte, el tiempo parece aletargarse. Recuerda la sensación claramente, dice. Su cuerpo se precipita hacia adelante mientras el papel de alquitrán se quiebra bajo sus pies. Sus manos se estiran hacia el borde, pero está fuera de alcance. El piso de ladrillos flota allá arriba –unos clavos brillantes están desparramados encima–, mientras su cuerpo gira sin peso sobre el suelo. Es un momento de calma absoluta y espantosa agudeza mental. Pero lo que recuerda mejor es la idea que le llegó en medio de la caída: así se debe haber sentido Alicia cuando iba cayendo por el túnel del conejo.

Eagleman tiene ahora 39 años, y es profesor asistente de neurociencia en el Baylor College of Medicine, en Houston (…) Es un hombre obsesionado por el tiempo. Como director del laboratorio de Baylor, Eagleman ha pasado la última década rastreando los circuitos neuronales y psicológicos de los relojes biológicos del cerebro. Ha tenido la suerte de llegar a su campo de conocimiento al mismo tiempo que los escáners que usan resonancia y permiten a los científicos observar el trabajo del cerebro al pensar. Pero sus mejores resultados han llegado a menudo con alternativas creativas: videojuegos, ilusiones ópticas, desafíos físicos (…)

El cerebro es un cronómetro extraordinariamente capaz para muchos propósitos. Puede mantener la cuenta de segundos, minutos, días y semanas, enciende la alarma en la mañana, a la hora de dormir, en cumpleaños y aniversarios. La conciencia del tiempo es tan esencial para nuestra supervivencia que puede que sea el mejor calibrado de nuestros sentidos. En pruebas de laboratorio, la gente puede distinguir entre sonidos separados por tan poco como 5 milisegundos, y nuestro registro involuntario del tiempo es aún más rápido. Si uno camina por la jungla y un tigre ruge en medio de la maleza, el cerebro procesará el sonido instantáneamente comparando cuándo llegó a cada uno de los oídos y triangulando los 3 puntos. La diferencia puede ser tan pequeña como 9 millonésimas de segundo.

Sin embargo, “el tiempo cerebral”, como lo llama Eagleman, es intrínsecamente subjetivo. “Intente este ejercicio”, sugiere en un ensayo reciente. “Deje este libro y vaya a mirarse en el espejo. Ahora, mueva sus ojos de un lado a otro, de modo que se mire al ojo izquierdo, luego al derecho, luego al izquierdo de nuevo. Cuando sus ojos cambian de una posición a la otra, se toman su tiempo para moverse y aterrizar en la otra ubicación. Pero aquí está la cosa: uno nunca ve que los ojos se muevan”. No hay pruebas de ningún bache en la percepción –no hay tramos oscuros como pedazos de película en blanco–, y sin embargo mucho de lo que uno ve ha sido editado. El cerebro ha tomado la complicada escena de los ojos yendo y viniendo y la ha rearmado como una muy simple: los ojos miran derecho. ¿Adónde fueron los momentos perdidos?

La pregunta plantea una cuestión fundamental sobre la conciencia: ¿cuánto de lo que percibimos existe fuera de nosotros y cuánto es producto de nuestra mente? El tiempo es una dimensión como cualquier otra, fijada y definida hasta sus menores incrementos: milenios a microsegundos, siglos a oscilaciones de cuarzo.

Sin embargo, la información rara vez refleja nuestra realidad. Los movimientos rápidos de los ojos en el espejo, conocidos como movimientos sacádicos, no son lo único que es eliminado por la edición. El sacudirse de la cámara de nuestra visión cotidiana es emprolijado de igual modo, y nuestros recuerdos son, a menudo, revisados en forma radical. ¿Qué más nos estamos perdiendo? (…)

Hace unos años, Eagleman volvió a pensar en su caída del techo y decidió que planteaba una pregunta interesante para la investigación. ¿Por qué el tiempo se vuelve más lento cuando tememos por nuestras vidas? ¿Nuestro cerebro mete un cambio por unos pocos segundos y percibe el mundo a media velocidad o hay algún otro mecanismo en funcionamiento? (…)

Eagleman remonta su investigación a los psicofísicos de Alemania a fines del siglo XIX, pero su verdadero antepasado puede ser el fisiólogo norteamericano Hudson Hoagland. A principios de los ’30, Hoagland propuso uno de los primeros modelos de cómo el cerebro lleva la cuenta del tiempo, basado, en parte, en el comportamiento de su esposa cuando tuvo fiebre. Ella se quejaba de que él había estado lejos demasiado tiempo, recordó él luego, cuando sólo se había ido por poco. Así que le propuso realizar un experimento: ella contaría 60 segundos mientras él lo medía con su reloj. No es difícil imaginar la molestia de ella ante la sugerencia o la suficiencia de él después: cuando el minuto de ella terminó, el reloj de él había contado 37 segundos. Hoagland repitió el experimento una y otra vez, presumiblemente pese a las objeciones de su mujer en el delirio (su fiebre subió por encima de los 40ºC).

El resultado fue uno de los gráficos clásicos de la literatura sobre la percepción del tiempo: cuanto más alta su temperatura, descubrió Hoagland, más corta su estimación del tiempo. Como un motor de carreras, su reloj mental iba más rápido cuanto más caliente.

Los psicólogos pasaron las siguientes décadas tratando de identificar este mecanismo. Trabajaron con ratones, ratas, peces, tortugas, gatos y palomas; luego pasaron a monos, niños y adultos con el cerebro dañado. Los sometieron a shocks eléctricos, los ataron a cascos calientes, los sumergieron en baños de agua y los irritaron sus sus clicks insistentes, esperando acelerar o aletargar sus relojes internos.

Hoagland creía que esta conciencia del tiempo era un “proceso químico unitario” ligado al metabolismo. Pero estudios posteriores sugirieron una mezcolanza de sistemas, cada uno dedicado a una escala de tiempo diferente –el equivalente cerebral de un dial, un reloj de arena y un reloj atómico. “La Madre Naturaleza es un chapista, no un ingeniero”, dice Eagleman. “No inventa algo y lo tacha de la lista. Todo son capas sobre capas, unas encima de otras, y eso le da una fortaleza tremenda”. El mal de Parkinson puede dañar nuestra capacidad para registrar intervalos de unos pocos segundos, por ejemplo, pero deja intacto el conteo de lapsos menores a un segundo.

Cuántos relojes contenemos no está claro todavía. Los más recientes trabajos de la neurociencia dan la imagen del cerebro como un ático victoriano, lleno de objetivos extraños, etiquetados en forma vaga, que hacen tic tac en cada rincón. El reloj circadiano, que lleva el registro del ciclo del día y la noche, acecha en el núcleo supraquiasmático, en el hipotálamo.

El cerebelo, que gobierna los movimientos musculares, puede controlar el registro del tiempo del orden de segundos o minutos. Los ganglios basales y varias partes del córtex han sido nominados como contadores de tiempo, aunque hay algunos desacuerdos sobre los detalles.

El modelo estándar, propuesto por el fallecido psicólogo de Columbia, John Gibbon, en los '70, sostiene que el cerebro tiene neuronas “marcapasos” que liberan pulsos firmes de neurotransmisores. Más recientemente, en Duke, el neurocientífico Warren Meck ha sugerido que el conteo del tiempo es gobernado por grupos de neuronas que oscilan en diferentes frecuencias.

En U.C.L.A., Dean Buonomano cree que hay áreas en todo el cerebro que funcionan como relojes, sus tejidos haciendo tick tack con redes neuronales que cambian según patrones predecibles. “Imagine un rascacielos de noche”, me dijo. “Alguna gente del piso superior trabaja hasta medianoche, mientras que los del piso inferior se pueden ir a la cama temprano. Si uno estudia el patrón lo suficiente, puede indicar qué hora es sólo mirando qué luces están encendidas”.

El tiempo es no es como otros sentidos, dice Eagleman.

La vista, el olfato, el tacto, el gusto y el oído son relativamente fáciles de aislar en el cerebro. Tienen funciones discretas que rara vez se superponen: es difícil describir el gusto de un sonido, el color de un olor o el aroma de un sentimiento (a menos, por supuesto, que uno tenga sinestesia –otra de las obsesiones de Eagleman). Pero un sentido del tiempo está enhebrado en todo lo que percibimos. Está en el largo de una canción, en la persistencia de un aroma, el resplandor de un bulbo luminoso. “Siempre hay un impulso hacia la frenología en la neurociencia –hacia decir: ‘Aquí está el lugar donde ocurre’”, me dijo Eagleman. “Pero lo interesante acerca del tiempo es que no hay un lugar. Es una propiedad distribuida. Es una metasensorialidad: cabalga sobre todas las demás”.

El misterio real es cómo está todo coordinado. Cuando uno mira un partido de pelota o muerde un hot dog, los sentidos están en perfecta sincronía: miran y escuchan, tocan y gustan la misma cosa al mismo tiempo.

Sin embargo, operan en velocidades fundamentalmente diferentes, con diferentes aportes. El sonido viaja más lentamente que la luz, y los olores y gustos más lentamente todavía. Aún si las señales llegaran al cerebro al mismo tiempo, serían procesadas a diferente velocidad. La razón de que una carrera de 100 metros comience con un disparo de pistola en lugar de con una explosión de luz, señaló Eagleaman, es que el cuerpo reacciona mucho más rápidamente al sonido. Nuestros oídos y córtex auditivo pueden procesar una señal 40 milisegundos más rápido que nuestros ojos y córtex visual –más que compensando la velocidad de la luz. Es otro vestigio, quizás, de nuestros días en la jungla, cuando oíamos a un tigre mucho antes de verlo.

En el ensayo de Eagleman “Brain Time” (Tiempo cerebral), publicado en la antología de 2009 “What’s Next? Dispatches on the Future of Science” (“¿Qué viene? Despacho sobre el futuro de la Ciencia”, toma prestado un concepto de “Ciudades Invisibles” de Italo Calvino. El cerebro, escribe, es como Kublai Khan, el gran emperador mongol del siglo XIII. Se sienta en el trono del cráneo, “encerrado en silencio y oscuridad”, en un altivo refugio de la brutal realidad. Los mensajeros llegan en torrentes desde cada rincón del reino sensorial, trayendo noticias de vistas, sonidos y olores distantes. Sus informes llegan a diferentes ritmos, a menudo largamente desactualizados, y sin embargo los detalles son cosidos juntos en una cronología sin costuras a la vista. La diferencia es que Kublai Khan estaba recomponiendo el pasado. El cerebro está describiendo el presente –procesando resmas de datos inconexos al vuelo, editando todo en un ahora instantáneo. ¿Cómo lo logra? (…)

En un trabajo publicado en Science en 2000, por ejemplo, Eagleman señaló una ilusión óptica conocida como el efecto de flash-lag. La ilusión puede asumir muchas formas, pero en la versión de Eagleman consiste de un punto blanco que aparece en una pantalla mientras un círculo verde pasa por ella. Para determinar dónde el punto tocará el círculo, descubrió Eagleman, la mente de los sujetos tenía que viajar atrás y adelante en el tiempo. Veían resplandecer el punto, luego miraban el movimiento del círculo y calculaban su trayectoria, luego volvían y ubicaban el punto en el círculo. No era una cuestión de predecir, escribió, sino de post-decir.

Algo similar ocurre en el lenguaje todo el tiempo, me contó Dean Buonomano. Si alguien dice: “El ratón (mouse) sobre el escritorio está roto”, la mente de uno convoca una imagen diferente que si uno oye “el ratón (mouse) sobre el escritorio está comiendo queso”. El cerebro de uno registra la palabra “mouse”, espera por su contexto y sólo después regresa para visualizarla. Pero el lenguaje deja tiempo para pensarlo dos veces. El efecto flash-lag parece instantáneo. Es como si la palabra “mouse” (ratón) fuera cambiada por “track pad” antes, incluso, de haberla oído.

La explanación para esto es, a la vez, simple y profundamente extraña. Eagleman primero la describió cuando veníamos de Houston (…) “Imagine que hay un accidente en la autopista, más adelante”, comenzó. ”Uno de estos autos se estrella contra ese puente”. Si el choque ocurriera 100 yardas más allá, veríamos el auto dar contra el puente en silencio. Al sonido, como al retumbar de un trueno, le tomaría un momento llegar hasta nosotros. Cuando más cerca el impacto, más corta la demora, pero sólo hasta cierto punto: a 110 pies, la visión y el sonido se unirían súbitamente. Bajo ese umbral, explicó Eagleman, las señales llegan al cerebro a 100 milisegundos una de otra, y cualquier diferencia en su procesamiento es borrada. En los primeros días de la televisión, me apuntó Eagleman, las estaciones advirtieron un fenómeno similar. Los ingenieros se metieron en un montón de problemas para sincronizar sonido e imagen, pero pronto se volvió claro que ese perfeccionismo era inútil. En tanto el lapso de diferencia fuera inferior a cien milisegundos, nadie lo notaba.

El margen de error es sorprendentemente amplio. Si el cerebro puede distinguir sonidos tan poco distantes como cinco milisegundos, ¿por qué no advertimos una demora veinte veces más larga? Una posible respuesta comenzó a emerger a fines de los '50, en el trabajo de Benjamin Libet, un fisiólogo de la University of California, en San Francisco. Libet trabajaba con pacientes de un hospital local que habían sido internados para cirugía neurológica y a quienes se había perforado el cráneo para exponer su córtex.

En un experimento, usó un electrodo para someter a un shock el tejido cerebral con pulsos eléctricos. El córtex está conectado directamente con la piel y varias partes del cuerpo, de modo que los sujetos sentían un cosquilleo en el área correspondiente. Pero no enseguida: el shock no era registrado durante medio segundo –una eternidad en tiempo cerebral. “Las implicaciones son muy sorprendentes”, escribió luego Libet. "No somos conscientes del verdadero presente. Llegamos siempre un poco tarde”.

Los hallazgos de Libet han sido difíciles de replicar (hacer zapping en el cerebro expuesto de un paciente no se ve bien en estos días) y aún son materia de controversia. Pero para Eagleman tienen mucho sentido. Como Kublai Khan, dice, el cerebro necesita tiempo para acomodar la historia. Reúne toda la evidencia de nuestros sentidos y sólo entonces nos la revela. En cierto sentido, es una idea profundamente contraintuitiva. Toquen una brasa con los dedos o pínchense con una aguja y el dolor es inmediato. Lo sienten ahora –no en medio segundo. Pero percepción y realidad están a menudo un poco fuera de registro, como mostraba el experimento de movimientos sacádicos. Si todos nuestros sentidos están ligeramente demorados, no tenemos contexto según el cual medir una determinada demora. La realidad es la transmisión demorada de una grabación, cuidadosamente censurada antes de que nos llegue.

“Vivir en el pasado puede parecer una desventaja, pero es un costo que el cerebro está dispuesto a pagar”, dijo Eagleman. “Está tratando de componer la mejor historia posible acerca de lo que ocurre en el mundo, y eso toma tiempo”.

El tacto es el más lento de los sentidos, dado que la señal tiene que atravesar la columna desde tan lejos como el pulgar del pie. Esto podría significar que la demora general está en función del tamaño del cuerpo: los elefantes pueden vivir un poco más en el pasado que los colibríes, y los humanos están en algún punto del medio entre ambos. Cuanto más pequeño es uno, más vive en el momento presente (Eagleman sospecha que la velocidad de un llamado de celo de un animal –desde el piar de un herrerillo al canto de la ballena jorobada—es representativo de su sentido del tiempo). “Mencioné alguna vez esto en una entrevista con National Public Radio y fui inundado por e-mails de gente pequeña”, contó Eagleman. “Estaban tan complacidos. Por un día, fui el héroe de la gente pequeña” (…)

Una de las sedes de la emoción y la memoria en el cerebro es la amígdala, explicó. Cuando algo amenaza tu vida, esta área parece entrar en un super-funcionamiento, registrando hasta el último detalle de la experiencia. Cuanto más detallado el recuerdo, más largo parece el momento. “Esto explica por qué pensamos que el tiempo se acelera cuando nos hacemos más viejos”, indicó Eagleman —por qué los veranos de la niñez parecen no tener fin, mientras que la vejez pasa mientras estamos dormitando. Cuando más familiar se vuelve el mundo, menos información registra el cerebro, y más rápido parece pasar el tiempo (…)

“Recibí e-mails de paracaidistas y policías y conductores de autos veloces, gente que pasó por accidentes de motocicleta o de auto”. Una carta era de un ex curador de un museo que había tirado accidentalmente una vasija Ming. “Contó que a la cosa le tomó una puta eternidad caer de una vez”, contó Eagleman.

En los años por venir, planea estudiar las historias –unas doscientas hasta ahora–, regresando a sus autores con un cuestionario. Mientras tanto, es fácil encontrar hilos comunes –no sólo la sensación de que el tiempo se vuelve más lento, sino la extraña calma y el toque de irrealidad que recuerda de su propia caída en la infancia. En una historia, un hombre es arrojado de su motocicleta después de chocar contra un auto. Mientras se desliza por el camino, quizás hacia su muerte, oye cómo rebota su casco contra el asfalto. El sonido tiene un ritmo pegadizo, piensa, y se descubre componiendo una cancioncita en su cabeza (…)

El cerebro inventa el tiempo


"La pregunta plantea una cuestión fundamental sobre la conciencia: ¿cuánto de lo que percibimos existe fuera de nosotros y cuánto es producto de nuestra mente? El tiempo es una dimensión como cualquier otra, fijada y definida hasta sus menores incrementos: milenios a microsegundos, siglos a oscilaciones de cuarzo", afirmó Burkhard Bilger, el autor.


Buena traducción de El Puerco Espin del artículo de Burkhard Bilger en la revista New Yorker:


Cuando David Eagleman tenía ocho años, cayó de un techo y siguió cayendo. O así le pareció (…) Desde entonces, Eagleman ha recopilado cientos de historias como la suya, y casi todas comparten la misma característica: en situaciones de vida o muerte, el tiempo parece aletargarse. Recuerda la sensación claramente, dice. Su cuerpo se precipita hacia adelante mientras el papel de alquitrán se quiebra bajo sus pies. Sus manos se estiran hacia el borde, pero está fuera de alcance. El piso de ladrillos flota allá arriba –unos clavos brillantes están desparramados encima–, mientras su cuerpo gira sin peso sobre el suelo. Es un momento de calma absoluta y espantosa agudeza mental. Pero lo que recuerda mejor es la idea que le llegó en medio de la caída: así se debe haber sentido Alicia cuando iba cayendo por el túnel del conejo.

Eagleman tiene ahora 39 años, y es profesor asistente de neurociencia en el Baylor College of Medicine, en Houston (…) Es un hombre obsesionado por el tiempo. Como director del laboratorio de Baylor, Eagleman ha pasado la última década rastreando los circuitos neuronales y psicológicos de los relojes biológicos del cerebro. Ha tenido la suerte de llegar a su campo de conocimiento al mismo tiempo que los escáners que usan resonancia y permiten a los científicos observar el trabajo del cerebro al pensar. Pero sus mejores resultados han llegado a menudo con alternativas creativas: videojuegos, ilusiones ópticas, desafíos físicos (…)

El cerebro es un cronómetro extraordinariamente capaz para muchos propósitos. Puede mantener la cuenta de segundos, minutos, días y semanas, enciende la alarma en la mañana, a la hora de dormir, en cumpleaños y aniversarios. La conciencia del tiempo es tan esencial para nuestra supervivencia que puede que sea el mejor calibrado de nuestros sentidos. En pruebas de laboratorio, la gente puede distinguir entre sonidos separados por tan poco como 5 milisegundos, y nuestro registro involuntario del tiempo es aún más rápido. Si uno camina por la jungla y un tigre ruge en medio de la maleza, el cerebro procesará el sonido instantáneamente comparando cuándo llegó a cada uno de los oídos y triangulando los 3 puntos. La diferencia puede ser tan pequeña como 9 millonésimas de segundo.

Sin embargo, “el tiempo cerebral”, como lo llama Eagleman, es intrínsecamente subjetivo. “Intente este ejercicio”, sugiere en un ensayo reciente. “Deje este libro y vaya a mirarse en el espejo. Ahora, mueva sus ojos de un lado a otro, de modo que se mire al ojo izquierdo, luego al derecho, luego al izquierdo de nuevo. Cuando sus ojos cambian de una posición a la otra, se toman su tiempo para moverse y aterrizar en la otra ubicación. Pero aquí está la cosa: uno nunca ve que los ojos se muevan”. No hay pruebas de ningún bache en la percepción –no hay tramos oscuros como pedazos de película en blanco–, y sin embargo mucho de lo que uno ve ha sido editado. El cerebro ha tomado la complicada escena de los ojos yendo y viniendo y la ha rearmado como una muy simple: los ojos miran derecho. ¿Adónde fueron los momentos perdidos?

La pregunta plantea una cuestión fundamental sobre la conciencia: ¿cuánto de lo que percibimos existe fuera de nosotros y cuánto es producto de nuestra mente? El tiempo es una dimensión como cualquier otra, fijada y definida hasta sus menores incrementos: milenios a microsegundos, siglos a oscilaciones de cuarzo.

Sin embargo, la información rara vez refleja nuestra realidad. Los movimientos rápidos de los ojos en el espejo, conocidos como movimientos sacádicos, no son lo único que es eliminado por la edición. El sacudirse de la cámara de nuestra visión cotidiana es emprolijado de igual modo, y nuestros recuerdos son, a menudo, revisados en forma radical. ¿Qué más nos estamos perdiendo? (…)

Hace unos años, Eagleman volvió a pensar en su caída del techo y decidió que planteaba una pregunta interesante para la investigación. ¿Por qué el tiempo se vuelve más lento cuando tememos por nuestras vidas? ¿Nuestro cerebro mete un cambio por unos pocos segundos y percibe el mundo a media velocidad o hay algún otro mecanismo en funcionamiento? (…)

Eagleman remonta su investigación a los psicofísicos de Alemania a fines del siglo XIX, pero su verdadero antepasado puede ser el fisiólogo norteamericano Hudson Hoagland. A principios de los ’30, Hoagland propuso uno de los primeros modelos de cómo el cerebro lleva la cuenta del tiempo, basado, en parte, en el comportamiento de su esposa cuando tuvo fiebre. Ella se quejaba de que él había estado lejos demasiado tiempo, recordó él luego, cuando sólo se había ido por poco. Así que le propuso realizar un experimento: ella contaría 60 segundos mientras él lo medía con su reloj. No es difícil imaginar la molestia de ella ante la sugerencia o la suficiencia de él después: cuando el minuto de ella terminó, el reloj de él había contado 37 segundos. Hoagland repitió el experimento una y otra vez, presumiblemente pese a las objeciones de su mujer en el delirio (su fiebre subió por encima de los 40ºC).

El resultado fue uno de los gráficos clásicos de la literatura sobre la percepción del tiempo: cuanto más alta su temperatura, descubrió Hoagland, más corta su estimación del tiempo. Como un motor de carreras, su reloj mental iba más rápido cuanto más caliente.

Los psicólogos pasaron las siguientes décadas tratando de identificar este mecanismo. Trabajaron con ratones, ratas, peces, tortugas, gatos y palomas; luego pasaron a monos, niños y adultos con el cerebro dañado. Los sometieron a shocks eléctricos, los ataron a cascos calientes, los sumergieron en baños de agua y los irritaron sus sus clicks insistentes, esperando acelerar o aletargar sus relojes internos.

Hoagland creía que esta conciencia del tiempo era un “proceso químico unitario” ligado al metabolismo. Pero estudios posteriores sugirieron una mezcolanza de sistemas, cada uno dedicado a una escala de tiempo diferente –el equivalente cerebral de un dial, un reloj de arena y un reloj atómico. “La Madre Naturaleza es un chapista, no un ingeniero”, dice Eagleman. “No inventa algo y lo tacha de la lista. Todo son capas sobre capas, unas encima de otras, y eso le da una fortaleza tremenda”. El mal de Parkinson puede dañar nuestra capacidad para registrar intervalos de unos pocos segundos, por ejemplo, pero deja intacto el conteo de lapsos menores a un segundo.

Cuántos relojes contenemos no está claro todavía. Los más recientes trabajos de la neurociencia dan la imagen del cerebro como un ático victoriano, lleno de objetivos extraños, etiquetados en forma vaga, que hacen tic tac en cada rincón. El reloj circadiano, que lleva el registro del ciclo del día y la noche, acecha en el núcleo supraquiasmático, en el hipotálamo.

El cerebelo, que gobierna los movimientos musculares, puede controlar el registro del tiempo del orden de segundos o minutos. Los ganglios basales y varias partes del córtex han sido nominados como contadores de tiempo, aunque hay algunos desacuerdos sobre los detalles.

El modelo estándar, propuesto por el fallecido psicólogo de Columbia, John Gibbon, en los '70, sostiene que el cerebro tiene neuronas “marcapasos” que liberan pulsos firmes de neurotransmisores. Más recientemente, en Duke, el neurocientífico Warren Meck ha sugerido que el conteo del tiempo es gobernado por grupos de neuronas que oscilan en diferentes frecuencias.

En U.C.L.A., Dean Buonomano cree que hay áreas en todo el cerebro que funcionan como relojes, sus tejidos haciendo tick tack con redes neuronales que cambian según patrones predecibles. “Imagine un rascacielos de noche”, me dijo. “Alguna gente del piso superior trabaja hasta medianoche, mientras que los del piso inferior se pueden ir a la cama temprano. Si uno estudia el patrón lo suficiente, puede indicar qué hora es sólo mirando qué luces están encendidas”.

El tiempo es no es como otros sentidos, dice Eagleman.

La vista, el olfato, el tacto, el gusto y el oído son relativamente fáciles de aislar en el cerebro. Tienen funciones discretas que rara vez se superponen: es difícil describir el gusto de un sonido, el color de un olor o el aroma de un sentimiento (a menos, por supuesto, que uno tenga sinestesia –otra de las obsesiones de Eagleman). Pero un sentido del tiempo está enhebrado en todo lo que percibimos. Está en el largo de una canción, en la persistencia de un aroma, el resplandor de un bulbo luminoso. “Siempre hay un impulso hacia la frenología en la neurociencia –hacia decir: ‘Aquí está el lugar donde ocurre’”, me dijo Eagleman. “Pero lo interesante acerca del tiempo es que no hay un lugar. Es una propiedad distribuida. Es una metasensorialidad: cabalga sobre todas las demás”.

El misterio real es cómo está todo coordinado. Cuando uno mira un partido de pelota o muerde un hot dog, los sentidos están en perfecta sincronía: miran y escuchan, tocan y gustan la misma cosa al mismo tiempo.

Sin embargo, operan en velocidades fundamentalmente diferentes, con diferentes aportes. El sonido viaja más lentamente que la luz, y los olores y gustos más lentamente todavía. Aún si las señales llegaran al cerebro al mismo tiempo, serían procesadas a diferente velocidad. La razón de que una carrera de 100 metros comience con un disparo de pistola en lugar de con una explosión de luz, señaló Eagleaman, es que el cuerpo reacciona mucho más rápidamente al sonido. Nuestros oídos y córtex auditivo pueden procesar una señal 40 milisegundos más rápido que nuestros ojos y córtex visual –más que compensando la velocidad de la luz. Es otro vestigio, quizás, de nuestros días en la jungla, cuando oíamos a un tigre mucho antes de verlo.

En el ensayo de Eagleman “Brain Time” (Tiempo cerebral), publicado en la antología de 2009 “What’s Next? Dispatches on the Future of Science” (“¿Qué viene? Despacho sobre el futuro de la Ciencia”, toma prestado un concepto de “Ciudades Invisibles” de Italo Calvino. El cerebro, escribe, es como Kublai Khan, el gran emperador mongol del siglo XIII. Se sienta en el trono del cráneo, “encerrado en silencio y oscuridad”, en un altivo refugio de la brutal realidad. Los mensajeros llegan en torrentes desde cada rincón del reino sensorial, trayendo noticias de vistas, sonidos y olores distantes. Sus informes llegan a diferentes ritmos, a menudo largamente desactualizados, y sin embargo los detalles son cosidos juntos en una cronología sin costuras a la vista. La diferencia es que Kublai Khan estaba recomponiendo el pasado. El cerebro está describiendo el presente –procesando resmas de datos inconexos al vuelo, editando todo en un ahora instantáneo. ¿Cómo lo logra? (…)

En un trabajo publicado en Science en 2000, por ejemplo, Eagleman señaló una ilusión óptica conocida como el efecto de flash-lag. La ilusión puede asumir muchas formas, pero en la versión de Eagleman consiste de un punto blanco que aparece en una pantalla mientras un círculo verde pasa por ella. Para determinar dónde el punto tocará el círculo, descubrió Eagleman, la mente de los sujetos tenía que viajar atrás y adelante en el tiempo. Veían resplandecer el punto, luego miraban el movimiento del círculo y calculaban su trayectoria, luego volvían y ubicaban el punto en el círculo. No era una cuestión de predecir, escribió, sino de post-decir.

Algo similar ocurre en el lenguaje todo el tiempo, me contó Dean Buonomano. Si alguien dice: “El ratón (mouse) sobre el escritorio está roto”, la mente de uno convoca una imagen diferente que si uno oye “el ratón (mouse) sobre el escritorio está comiendo queso”. El cerebro de uno registra la palabra “mouse”, espera por su contexto y sólo después regresa para visualizarla. Pero el lenguaje deja tiempo para pensarlo dos veces. El efecto flash-lag parece instantáneo. Es como si la palabra “mouse” (ratón) fuera cambiada por “track pad” antes, incluso, de haberla oído.

La explanación para esto es, a la vez, simple y profundamente extraña. Eagleman primero la describió cuando veníamos de Houston (…) “Imagine que hay un accidente en la autopista, más adelante”, comenzó. ”Uno de estos autos se estrella contra ese puente”. Si el choque ocurriera 100 yardas más allá, veríamos el auto dar contra el puente en silencio. Al sonido, como al retumbar de un trueno, le tomaría un momento llegar hasta nosotros. Cuando más cerca el impacto, más corta la demora, pero sólo hasta cierto punto: a 110 pies, la visión y el sonido se unirían súbitamente. Bajo ese umbral, explicó Eagleman, las señales llegan al cerebro a 100 milisegundos una de otra, y cualquier diferencia en su procesamiento es borrada. En los primeros días de la televisión, me apuntó Eagleman, las estaciones advirtieron un fenómeno similar. Los ingenieros se metieron en un montón de problemas para sincronizar sonido e imagen, pero pronto se volvió claro que ese perfeccionismo era inútil. En tanto el lapso de diferencia fuera inferior a cien milisegundos, nadie lo notaba.

El margen de error es sorprendentemente amplio. Si el cerebro puede distinguir sonidos tan poco distantes como cinco milisegundos, ¿por qué no advertimos una demora veinte veces más larga? Una posible respuesta comenzó a emerger a fines de los '50, en el trabajo de Benjamin Libet, un fisiólogo de la University of California, en San Francisco. Libet trabajaba con pacientes de un hospital local que habían sido internados para cirugía neurológica y a quienes se había perforado el cráneo para exponer su córtex.

En un experimento, usó un electrodo para someter a un shock el tejido cerebral con pulsos eléctricos. El córtex está conectado directamente con la piel y varias partes del cuerpo, de modo que los sujetos sentían un cosquilleo en el área correspondiente. Pero no enseguida: el shock no era registrado durante medio segundo –una eternidad en tiempo cerebral. “Las implicaciones son muy sorprendentes”, escribió luego Libet. "No somos conscientes del verdadero presente. Llegamos siempre un poco tarde”.

Los hallazgos de Libet han sido difíciles de replicar (hacer zapping en el cerebro expuesto de un paciente no se ve bien en estos días) y aún son materia de controversia. Pero para Eagleman tienen mucho sentido. Como Kublai Khan, dice, el cerebro necesita tiempo para acomodar la historia. Reúne toda la evidencia de nuestros sentidos y sólo entonces nos la revela. En cierto sentido, es una idea profundamente contraintuitiva. Toquen una brasa con los dedos o pínchense con una aguja y el dolor es inmediato. Lo sienten ahora –no en medio segundo. Pero percepción y realidad están a menudo un poco fuera de registro, como mostraba el experimento de movimientos sacádicos. Si todos nuestros sentidos están ligeramente demorados, no tenemos contexto según el cual medir una determinada demora. La realidad es la transmisión demorada de una grabación, cuidadosamente censurada antes de que nos llegue.

“Vivir en el pasado puede parecer una desventaja, pero es un costo que el cerebro está dispuesto a pagar”, dijo Eagleman. “Está tratando de componer la mejor historia posible acerca de lo que ocurre en el mundo, y eso toma tiempo”.

El tacto es el más lento de los sentidos, dado que la señal tiene que atravesar la columna desde tan lejos como el pulgar del pie. Esto podría significar que la demora general está en función del tamaño del cuerpo: los elefantes pueden vivir un poco más en el pasado que los colibríes, y los humanos están en algún punto del medio entre ambos. Cuanto más pequeño es uno, más vive en el momento presente (Eagleman sospecha que la velocidad de un llamado de celo de un animal –desde el piar de un herrerillo al canto de la ballena jorobada—es representativo de su sentido del tiempo). “Mencioné alguna vez esto en una entrevista con National Public Radio y fui inundado por e-mails de gente pequeña”, contó Eagleman. “Estaban tan complacidos. Por un día, fui el héroe de la gente pequeña” (…)

Una de las sedes de la emoción y la memoria en el cerebro es la amígdala, explicó. Cuando algo amenaza tu vida, esta área parece entrar en un super-funcionamiento, registrando hasta el último detalle de la experiencia. Cuanto más detallado el recuerdo, más largo parece el momento. “Esto explica por qué pensamos que el tiempo se acelera cuando nos hacemos más viejos”, indicó Eagleman —por qué los veranos de la niñez parecen no tener fin, mientras que la vejez pasa mientras estamos dormitando. Cuando más familiar se vuelve el mundo, menos información registra el cerebro, y más rápido parece pasar el tiempo (…)

“Recibí e-mails de paracaidistas y policías y conductores de autos veloces, gente que pasó por accidentes de motocicleta o de auto”. Una carta era de un ex curador de un museo que había tirado accidentalmente una vasija Ming. “Contó que a la cosa le tomó una puta eternidad caer de una vez”, contó Eagleman.

En los años por venir, planea estudiar las historias –unas doscientas hasta ahora–, regresando a sus autores con un cuestionario. Mientras tanto, es fácil encontrar hilos comunes –no sólo la sensación de que el tiempo se vuelve más lento, sino la extraña calma y el toque de irrealidad que recuerda de su propia caída en la infancia. En una historia, un hombre es arrojado de su motocicleta después de chocar contra un auto. Mientras se desliza por el camino, quizás hacia su muerte, oye cómo rebota su casco contra el asfalto. El sonido tiene un ritmo pegadizo, piensa, y se descubre componiendo una cancioncita en su cabeza (…)

lunes, 7 de febrero de 2011

Los 6 grandes asesinos de la memoria humana



La memoria es una maravilla de la biología humana. Sin ella, no existiría civilización. Sin embargo, como todo proceso fisiológico, el almacenamiento y la recuperación de la información es imperfecta. La memoria es vulnerable a ciertas fuerzas destructivas (o asesinos de la memoria). Y estas muchas veces las causas tú, como reporta Fox News.

Estas 6 cosas –que pueden ser externas e internas-, afectan cualquier área de la memoria: sensorial, a corto plazo o largo plazo.

Asesinos de la memoria

Fumar

Aunque la mayoría no es consciente del hecho, fumar cigarrillos es un asesino de la memoria. Varios estudios han indicado que los fumadores, sobre todo de mediana edad y ancianos, muestran una mayor disminución de la memoria y la capacidad cognoscitiva en general en comparación con los no fumadores.

Es difícil considerar otros factores de estilo de vida de un fumador que pueden interferir con la mente, como la falta de actividad física; sin embargo, la evidencia contra el tabaquismo es bastante convincente. La marihuana también es mala para la memoria, sobre todo si valoras tu memoria a corto plazo.

Es cierto que la nicotina sí mejora ciertas áreas de la memoria a corto plazo (pero solo temporalmente). A largo plazo, el cigarro causa deterioro mental.

Desnutrición

Al igual que cualquier motor bien afinado, tu cerebro necesita combustible, especialmente la glucosa. Si estás corto de combustible, disminuye el poder del cerebro. Sin embargo, para la mayoría, esto no es ninguna sorpresa, ya que todos hemos sentido esa sensación densa y brumosa cuando estamos cansados o con hambre excesiva.

Además de la desnutrición general, se produce un trastorno más grave en aquellos individuos cortos en tiamina (vitamina B1): El síndrome de Korsakoff. Causado con frecuencia por el alcoholismo crónico o la desnutrición, el síndrome de Korsakoff puede conducir a graves episodios de amnesia incluyendo confabulación (una situación donde los recuerdos inventados son considerados como verdaderos debido a las lagunas en la memoria por “los apagones”).

Herpes

El herpes es una de aquellas condiciones de salud o trastornos (como la enfermedad de Alzheimer, derrame cerebral o depresión) que pueden ser verdaderos asesinos de la memoria. Aunque la mayoría de los casos de herpes no te hará olvidar el nombre de tu compañero de trabajo o donde dejaste tus llaves, una forma más grave de la infección conocida como encefalitis del herpes simple puede causar la pérdida severa de la memoria, a veces como una señal de advertencia primero, seguido por una multitud de otros síntomas letales.

La encefalitis causada por el herpes es una inflamación del cerebro, y es una de las infecciones más graves del sistema nervioso central humano. Afortunadamente, estos casos son muy raros. Solo suceden cuando el virus del herpes encuentra su camino hacia el cerebro humano a través de los nervios de la cara.

Tomar en exceso

Si bien no es un secreto grande que una noche de alcohol causa la pérdida de memoria aguda ("perder el conocimiento", como se le conoce, o “borrar cassette”), el consumo excesivo de alcohol, en cambio, afecta la memoria de todos los días en los adultos jóvenes y puede incluso tener un efecto vez mayor en la edad adulta. Aunque es necesario un estudio más profundo para entender completamente los detalles, el mensaje sigue siendo muy claro: Si bebes, que no sea en exceso.

Hipnosis

Las cosas que se hacen bajo hipnosis tienden a ser olvidadas. Es realmente tan simple como eso. Este fenómeno se conoce como amnesia post-hipnótica y se dice que sólo se produce en individuos que están pre-condicionados con la idea de que se olvidará todos los eventos que ocurrirán durante la hipnosis. El efecto, sin embargo, es sólo temporal, y la mayoría de eventos se pueden recuperar una vez que se da una señal específica.

Por el contrario, la hipnosis a veces se puede utilizar para recuperar los recuerdos reprimidos u olvidados en personas que están en necesidad de exponerlos. Algún día, pronto, podría existir la tecnología necesaria para recuperar recuerdos sin la necesidad de la hipnosis.

Eventos estresantes

Todo el fundamento del psicoanálisis se basa en la idea de que cuando algo terrible sucede, la mente arrincona estos recuerdos en huecos inaccesibles. Si bien no se puede negar que los eventos estresantes conducen a la represión de la memoria, la idea de que una memoria reprimida es auténtica tiene enormes implicaciones, en particular las de carácter legal. De hecho, la represión de la memoria está tan disputada que la Asociación Americana de Psicología sostiene que no es posible distinguir un recuerdo reprimido de una memoria falsa sin ningún tipo de evidencia que lo corrobore.

martes, 28 de diciembre de 2010

COEFICIENTE INTELECTUAL Y LA NITIDEZ O CANTIDAD DE LOS RECUERDOS EN LA MEMORIA DE CORTO PLAZO

Neurología
Martes, 28 de Diciembre de 2010 09:20

Una persona recuerda correctamente cuatro de ocho objetos vistos recientemente, pero sus recuerdos sobre los detalles de cada objeto son vagos e imprecisos. Otra persona recuerda sólo dos de los objetos pero con muchos detalles de cada uno. ¿Cuál de las dos capacidades de recordar se relaciona con un mayor Coeficiente Intelectual?

Foto: U. Oregon

De acuerdo con un estudio de la Universidad de Oregón, la respuesta es muy clara: Un mayor número de objetos almacenados en la memoria de corto plazo está relacionado con una mayor inteligencia fluida, medida en las pruebas de Coeficiente Intelectual (CI). La mayor precisión de detalles, aunque es importante en muchas situaciones, no muestra ninguna relación con la inteligencia fluida.

La idea de que el número de elementos almacenados en la memoria, más que la riqueza de detalles de cada uno, es de vital importancia en la memoria de corto plazo, se ha demostrado en estudios previos de la Universidad de Oregón. Dichos estudios desvelaron que las personas, por lo general, tenemos una capacidad para almacenar temporalmente de tres a cinco elementos en la memoria de corto plazo. Investigaciones anteriores han demostrado que la capacidad de la memoria de corto plazo es un predictor fiable del Coeficiente Intelectual de un individuo.

Sin embargo, en el nuevo estudio, el equipo de Edward Awh y Keisuke Fukuda examinaron mejor la cuestión a fin de determinar qué aspectos de la capacidad de memoria explican la relación con la inteligencia fluida.

Según los autores, el cuán bien puede una persona detectar pequeños cambios es importante, pero es un reflejo de la experiencia de cada persona en dominios específicos de la percepción. Por ejemplo, mientras que los caracteres japoneses pueden parecer iguales a una persona occidental, los lectores japoneses verán fácilmente las diferencias entre los distintos caracteres.

El descubrimiento de que la capacidad de captar muchos detalles no influye en el Coeficiente Intelectual de una persona no significa que la nitidez de la memoria tenga poca importancia, tal como advierten los autores.

La importancia de la claridad o nitidez de las cosas recordadas es de hecho vital, por ejemplo, para un radiólogo que examina las imágenes de los órganos internos de un paciente con signos potenciales de enfermedad.

Scitech News

lunes, 6 de diciembre de 2010

COMO EL DORMIR REFUERZA LA MEMORIZACION DE CONOCIMIENTOS APRENDIDOS DURANTE LA JORNADA

Psicología
Martes, 30 de Noviembre de 2010 10:24

Un nuevo estudio realizado por investigadores de las universidades de York y Harvard indica que el sueño ayuda a las personas a recordar palabras recién aprendidas e incorporar nuevo vocabulario a su "diccionario mental".

Los investigadores enseñaron a los voluntarios palabras nuevas al atardecer. Justo después de acabada la lección, se les sometió a un test para comprobar qué habían aprendido. Los voluntarios durmieron toda la noche en el laboratorio, mientras su actividad cerebral quedaba registrada mediante electroencefalograma. A la mañana siguiente se les sometió a un nuevo test sobre la lección del atardecer. Este test reveló que podían recordar más palabras que inmediatamente después de la lección, y además las podían reconocer con mayor rapidez, todo lo cual demuestra que el dormir había fortalecido en ellos los nuevos recuerdos.

Esto no ocurrió en un grupo de control con voluntarios que fueron instruidos durante la mañana y a quienes se les sometió al segundo test al atardecer, sin haber dormido en ese lapso de tiempo.

Un examen de las ondas cerebrales de los voluntarios registradas mientras dormían, demostró que dormir profundamente (la fase de sueño de ondas lentas) era lo que ayudaba a fortalecer los recuerdos nuevos. La fase de sueño de movimientos oculares rápidos (REM) o sueño ligero no parecía intervenir en el proceso.

Cuando los investigadores examinaron si las nuevas palabras se habían integrado al conocimiento existente en el "diccionario mental", descubrieron la participación en el proceso de un tipo diferente de actividad en el cerebro dormido: ráfagas breves pero intensas de actividad cerebral que reflejan la transferencia de información entre los diferentes almacenes de recuerdos en el cerebro (el hipocampo en las profundidades del cerebro, y el neocórtex en la superficie).

Los recuerdos en el hipocampo se almacenan separados de otros recuerdos, mientras que los recuerdos en el neocórtex se conectan con otros conocimientos.

Los voluntarios que experimentaron más de estas ráfagas breves pero intensas de actividad cerebral mientras dormían, tuvieron más éxito al conectar las nuevas palabras con el resto de vocablos en su léxico mental, lo que sugiere que las nuevas palabras fueron transmitidas desde el hipocampo al neocórtex durante el sueño.

En el estudio han trabajado Gareth Gaskell, del Departamento de Psicología de la Universidad de York, y Jakke Tamminen de la Universidad de Harvard (ahora en la de Manchester).

Scitech News